De la linterna que amarra con fuerza, se desprenden agigantados rinocerontes, que intentan evadir el Nor-oeste. Corren torpemente, por habitáculos desérticos. Persianas bajas. Derriban árboles, se asustan ante la calecita de plásticos camélidos, de tanto en tanto, se les descoloca alguna pierna.
Se ahoga la luz, y desaparece cual animal se había desprendido. Vuelve a ser sombra.
Negro el cielo, que modera la densidad y combustión de los eneros porteños; dejando caer con poca sutileza, tremendas aguas, que no perduran. Son adornadas, envueltas por una radiación de hilos blancos y desparejos, como raquíticas y endebles ramas invernales . Y se calma el gris, desinfla el aire. Con perspicacia denhincha la nube tupida, que es una bajo la tormenta, y se resiste a ser disgregada.
Sus tiempos atrás (verduras frescas y accesibles a cualquier bolsillo), amoldaba cualquier mirada agria a su convenir, y continuaba con sus cápsulas de temblor. Revivía bestias. Carnales, frívolas
Atrás, cornisas adentro. Mimetizando variadas impertinencias de los ausentes. Alternando metabolismos impropios con los vestidos largos de las chusmas del barrio. Su ingenio repercutía en ajenas conciencias de lo imposiblemente eterno. Ampliando veredas, anunciaba el cartel.
Parecían pequeños hongos, amarrados a la tierra aún húmeda, envueltos por el espeso terror del movimiento en vano. Y así permanecían. Entraban en la inevitable sequía corporal.