08 octubre 2007

EGGS Y PAN.


Media docena de huevos y un cuarto de miñones era lo que me hacía despegarme del pasto todas las tardes. Mi instinto me lo recordaba a tiempo. Separaba mi camisa arrugada del mundo verde y caminaba mareado hacia la humedad de la cocina, las monedas que se encontraban dentro de la heladera viajaban al bolsillo trasero de mi pantalón. Cruzaba la puerta principal, asegurándome de que ninguna mosca perdida entrase para después revolotear tras el vidrio pidiendo su libertad.
Me producía escalofríos pisar las baldosas silenciosas y muertas, y es por eso que me equilibraba paso tras paso por el angosto cordón. Mi nariz apuntaba al cielo, mientras los párpados me servían de cortina contra el viento y las nubes. Mi mente no hacía otra cosa que contar los pasos que restaban hacia la meta, y mientras tanto, el silencio de la siesta me aireaba por completo. Tres, dos, doblaba a la derecha. Una canción entera, unos centímetros de cordón roto, cinco más y ya había llegado. Abría los ojos, y a grandes zancadas me escabullía hacia el interior del almacén. Mi compra se encontraba siempre lista, dentro de una bolsa de plástico, colgando en un rincón. Ya lo dije antes, era la hora de la siesta, y el único alma vagando por las calles desiertas del pueblo era la mía. El almacén quedaba abierto por mí, aferraba la orden dentro de mi puño, depositaba las monedas sobre el mostrador y emprendía el camino de regreso, al igual que lo hacía a la ida, pero contando de atrás para adelante.
Mi casa vacía esperaba, y yo me hundía en ella respirando con fervor y paciencia.
Los huevos los descansaba sobre una canasta debajo de la mesa y el pan, tras la puerta que daba al patio. Y era así como seguía con mi rutina, me dirigía hacía el exterior, con un vaso entre mis dedos, y lo llenaba con el agua que había noche y día resbalando de la palangana del fondo. Lo vaciaba en mi garganta y me dejaba caer nuevamente entre la hierba. Rodaba un rato y luego me detenía. Mi única compañía era el silencio y lo disfrutaba hasta su fin. Me hacía pensar y comprender, viajar y regresar, inflar y desinflar.
Luego el cielo se iba oscureciendo y el movimiento iba aumentando. Mi casa ya no era más mía. Gente circulaba sin temor y discutía tras el ocaso. A mi me disgustaba el atardecer y su vida. Me apoderaba de mi silencio y me lo llevaba a los callejones más quietos. Permanecía ahí hasta que la luna se escurría. Volvía y mi plato se encontraba sobre la mesa, la comida fría y el pan caliente. Comía sin ganas pero con necesidad. Al terminar me levantaba y me acurrucaba contra una de las paredes heladas y frívolas.
Al despertar ya todos habían tomado su rumbo, yo salía al patio y recobraba vida. Una y otra vez, día tras día. Lo que nunca entendí fue porqué las monedas se guardaban en la heladera y de qué servía la media docena de huevos diarios.

1 comentario:

juaN dijo...

Quien pudiera integrarse a la subjetividad emergente y tantas veces egoísta de saberse unico?¡¡.
Y las razones de vivir son colectivas no individuales y los huevos tantas veces son para otros y no siempre esta mal y no somos miserables al mostranos solidariamente humanos.
Las heladeras guardan monedas porque las primeras buscan el fin del fetiche del dinero y los huevos se compran para romper la monotonia de la pueblerina siesta